
Los marrons glacés no tienen asociados ningún recuerdo. Sólo los he comido un par de veces, exquisitos, y no podía ser de otra manera a tres euros la pieza. Sí, tres euros. No tienen historia, pero sí cara, la de mi tía Inma, a quien le encantan y por quien los probé por primera vez. Mi tía Inma, la tata Inma que la llamaba de pequeña, es mi madrina, mi segunda madre. Como "la primera", es de cáscara dura (expresión, gestos, voz...), pero es un rasgo característico de mi familia materna y ya no asusta. De ella tengo muchísimos recuerdos, no podría enumerarlos, y, además, todos buenos.
Una delicatessen que sólo requiere paciencia: la de pelar las castañas y la del proceso de cocción. Yo he hecho unas pocas, para probar. Bueno, y que la otra mitad han salido malas. El cómo os lo resumo: he realizado una incisión en cada castaña y las he metido en agua caliente durante 10 minutos. Una a una las he ido sacando del agua caliente y pelando (después de varios experimentos he llegado al convencimiento de que se pelan mejor calientes, así que usad guantes porque queman). He preparado un almíbar con la misma cantidad de agua que de azúcar (para mis dieciseis castañas, dos vasos -de los de Nocilla-), una rama de canela y una vaina de vainilla. En la receta original le añaden estrellas de anís. Yo no tenía, pero es que además no me gusta. De todas formas, la próxima vez las añado, aunque sólo sea por ver el resultado. He dejado cocer el almíbar a fuego lento treinta minutos y después he añadido las castañas peladas y lo he dejado enfriar tapado. Lo vuelves a calentar hasta que salga la primera burbuja, y dejas enfriar de nuevo. Esta operación habrá de repetirse diez veces, aunque depende del tamaño y número de castañas. Por último, las sacas del almíbar y las dejas secar en una bandeja.
No tiene ciencia. Por cierto, el almíbar que se produce está riquísimo y lo reservaré para algún postre.
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